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Chincheta Autor Tema: LOS SERES ESPIRITUALES -a la luz del Esoterismo  (Leído 2209 veces)

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LOS SERES ESPIRITUALES
a la luz del Esoterismo



Por Gustavo Fernandez

“Durante la Edad Media se quemaba vivos a los magos; hoy, se les cubre de ridículo, lo que es todavía peor, ya que el ridículo jamás ha creado mártires”.

Estas soberbias palabras escritas por Pierre Piobb en los primeros años del siglo XX sirven magníficamente de introducción a estos párrafos, referencias filosóficas para los interesados en el Ocultismo con el fin de brindarles, entre otras posibilidades, confianza en sus investigaciones y argumentos válidos para justificar ante los escépticos sus inclinaciones hacia estas disciplinas, ello, en el supuesto de que algún buen estudiante de la Filosofía Hermética realmente crea de alguna importancia andar por la vida justificándose ante los demás. Dejaremos para otra oportunidad analizar con más extensión esa actitud tan ingenua, pero naturalmente humana, de creer que sólo la aceptación colectiva o el supuesto criterio de autoridad de terceros dignifican una creencia individual, más allá del propio autoconvencimiento que podamos tener sobre nuestros intereses, para volcar ahora nuestra atención en esbozar ciertas metodologías lógicas que apoyan, en la teoría, la efectividad que, en la práctica, ponen de manifiesto las técnicas ocultistas.

La ciencia moderna, en su horror hacia lo sobrenatural –horror legítimo que parece, en último término, haber sido en todo momento la característica de la ciencia verdadera que busca explicar lo desconocido en términos de lo conocido- rechaza implacablemente toda tentativa que le parezca realizada siguiendo principios ignorados por sus dogmas establecidos. De esta forma rechaza el milagro, lo mismo que todo hecho que proceda del dominio religioso.

La religión, por su parte, tiene horror a la ciencia; tiene miedo que la ciencia divulgadora se dedique a investigar sus prácticas y no entrevea allí más que un vasto dominio de hechos naturales y patentes que, reducidos a su justa proporción, harían inútil toda actitud maravillosa y maravillada; tiene miedo, en una palabra, que el sabio sustituya al sacerdote. Y, como consecuencia, rechaza todo “milagro” que no se realice, también, siguiendo los principios consagrados por sus dogmas establecidos. Así, cualquiera que efectúe con éxito una experiencia que se manifieste fuera de las leyes científicamente aprobadas o de la liturgia aceptada, se ve indudablemente tratado como escapado del manicomio por la ciencia y de habitante potencial del infierno por la religión. Y cada partido posee el mismo término para designar a este demente o este condenado, diciendo: “Es un brujo”.

De manera que el “brujo” es, simplemente, un investigador que trata de hacer penetrar lo sobrenatural en el terreno de lo natural, y la Magia, como expresión técnica del Ocultismo teórico, no es, después de todo, según la afortunada expresión de Karl du Prel, más que “una ciencia natural desconocida”.

Pero hay que distinguir la ciencia del charlatanismo, la religión de la superstición. La charlatanería es lo inconsistente que trata de imponerse usurpando los procedimientos de la ciencia fría y positiva. La superstición, palabra que procede, como ha destacado muy justamente Eliphas Levi, de un verbo latino, “superstite”, que significa “sobrevivir”, es el signo que sobrevive al pensamiento, es el cadáver de una práctica religiosa.

En la baja magia, goecia o brujería hay, al mismo tiempo, lo uno y lo otro. Es una superstición, en el sentido que forma un resumen de prácticas que en su tiempo fueron razonables y es, simultáneamente, una charlatanería, porque estas prácticas han sido deformadas, en apariencia a placer, por personas que sólo buscaban ilusionar a sus semejantes. De forma tal que la baja magia no es sino una ridícula caricatura de la ciencia suprema de los magos de la antigüedad y que merece todo el desprecio que los siglos le han testimoniado, denominándola, alternativamente, brujería, hechicería o magia negra.

La Alta Magia, o Teurgia, en cambio, tiene derecho a la atención de las personas más serias, de los espíritus más luminosos. Aparece como una ciencia bastante incompleta, no porque así lo sea, sino porque sus secretos han estado hasta ahora velados por el misterio de los símbolos, y resulta muy difícil comprender sus leyes. Sin embargo, presenta tan poderoso interés que un filósofo como Max Müller no ha dudado en reconocerlo: “Se limitará a comprobar –escribe- que todo encantamiento mágico, por absurdo que pueda parecernos hoy en día, ha debido tener primitivamente su razón de ser, y cuyo descubrimiento es el punto culminante de nuestras investigaciones”. La Alta Magia descansa sobre el principio de que existen en la naturaleza fuerzas ocultas, a las que se les da el nombre de “fluidos”, y son operables mediante la intervención de ciertas “inteligencias”. De allí que se formula una primera ley mágica, que dice: “ninguna operación puede efectuarse sin que intervenga una inteligencia”.

Pero la palabra inteligencia (por traducción del latín intellectus y no intelligentia) se aplica lo mismo a un ser humano que a una colectividad humana, a una personificación de energías o a un colectivo fluídico. Entre esas inteligencias, el Ocultismo considera a los ángeles, egrégoros, etc., estos últimos, parásitos psíquicos creados a expensas de la concentración colectiva de un grupo de personas. Por supuesto, debe entenderse que la palabra “ángel” no significa, para el Ocultismo, necesariamente lo mismo que, por ejemplo, para los católicos. O mejor deberíamos decir que los sacerdotes católicos han cuidado muy bien de ocultar a sus fieles este aspecto esotérico de su religión que se refiere, precisamente, a la manipulación que puede hacerse de tales “energías inteligentes”.

No era en el pasado, ciertamente, sencilla tarea traducir al griego lo que los hebreos entendían por haiöth-haködesch, que fue traducido como aggeloi que significa mensajero, siendo la hebrea una expresión que ordinariamente traducida significaba “animales superiores en santidad” (“Animales” en el sentido de “no humano”, y en latín animalia sanctitatis) que quiere decir “entidades existentes y dotadas de fuerza vital a las que, en razón de su estado superior, se les atribuye un carácter sagrado”. Es interesante señalar que los “aggeloi” conformaban, como toda energía que, aún siendo inteligente, debe ceñirse estrictamente a ciertas leyes, sólo uno de los extremos de una polaqridad complementada, en el sentido pasivo, receptor, terrestre (es decir, material) por el “daimon” particular de cada individuo, una entidad acompañante, independiente psíquicamente pero comprometida en su determinismo con el del humano con quien camina. Esa idea de “oposición complementaria” y de “polaridades opuestas” fue la que provocó una de las confusiones más trágicas en la historia espiritual de la humanidad, pues llevó a pensar a los primitivos padres de la Iglesia (devotos y piadosos, sí, pero poco preparados intelectualmente) que el “daimon” se oponía al “aggeloi”, en el sentido común de ese término, con su carga de “conflicto”. Y si el “aggeloi” era el mensajero de Dios, el “daimon” sólo podía serlo del demonio. Pues aggeloi se transformó en ángel, y daimon en demonio. Si los autores cristianos hubieran profundizado aún más filosóficamente en el asunto –o no hubieran respondido a oscuros intereses- habrían advertido la semejanza con el ya por entonces varias veces milenario principio oriental del yin y el yang, donde todo lo Yin (pasivo, receptivo, centrípeto) se opone y complementa al Yang (activo, masculino, oblativo, centrífugo) pero que todo lo que existe sólo puede resultar de la mutua interacción de principios contrapuestos capaces de generar las fuerzas y tensiones necesarias para reflejar en eventos lo que es. O, mejor aún, lo que emana de Aquél Que Es. Y que sólo del punto medio de fuerzas opuestas nace la paz y el equilibrio.

Como dato enciclopédico, obsérvese que la idea de “daimon” encuentra su correlato en las creencias indígenas centroamericanas en el “náhual”, ya comentadas a tenor de explicar el Principio de Sincronicidad, ya que anima en sí las funciones complementarias, espiritualmente hablando, del hombre del cual es sincrónicamente correspondiente. En cuanto a la palabra arcángel recordemos que en griego significa “ángel primordial” y señala, en consecuencia, las matrices eidéticas primarias. Y para redondear estos conceptos, recordemos también que “diablo” proviene del verbo griego “diabaellin” que significa “lanzar”, en el sentido de “fuerza en movimiento”. Precisamente, las energías operativas sobre las que escribiéramos anteriormente. De allí, la nefasta aceptación de la palabra “diablo”.

Todo esto apunta a demostrar que el estudio del Ocultismo debe encararse con audacia mental, sí, pero con la precaución de descubrir detrás del disfraz etimológico los verdaderos y correctos sentidos de las palabras empleadas. Así, por ejemplo, si al leer un “grimorio” (tratado de magia) tropezamos con citas o afirmaciones que parecen hasta ridículas, debemos entender que precisamente ésa fue la sensación que sus autores trataron de brindar para mantener a salvo sus conocimientos de los no iniciados.

Reconocida la existencia de energías inteligentes en el universo es interesante saber, cuando menos históricamente, en qué categorías se las clasifica y cómo se las denomina. Deben, primero, comprenderse dos cosas: categorizar un haiöth-haködesch (para mencionarlos con propiedad) significa reconocer el mayor o menor nivel evolutivo del mismo, que es como decir su nivel vibratorio, de donde emana su capacidad y autoridad natural.

Darle un nombre, en cambio, significa conocer la vibración sincrónica y etérea que lo evoca, lo concita, lo llama. Si “Dios dijo...” y más adelante, “Padre, Verbo y Espíritu Santo...”, aquí surge que nombrar algo significa pronunciar un sonido cuya vibración es afín a lo nomenclado. Por supuesto, al elegirse los nombres de los seres humanos se desconoce esta razón esotérica pero, de alguna manera, sus nombres son más o menos consonantes –quizás por predestinación kármica- con sus naturalezas vibratorias (o, deberíamos decir, la vibración del nombre modela de determinada forma a la persona), lo que explicaría en parte la buena fortuna de algunos, en cuanto a que la mención que de los mismos hacen los demás movilizan energías cuyos efectos finales recibe el propietario del nombre favorablemente. Por Ley de Vibración, el nombre es energía, y por Ley de Sincronicidad, invocar una energía es concitarla en nosotros. Que algo nos salga bien, a veces contra viento y marea, no se debe a la “buena suerte” sino, por Ley de Causalidad, a aquello que en nuestro ritual, aunque sea ceremonial o simplemente ideal, mental, pero siempre por Ley del Mentalismo, hemos atraído, con sus consecuencias a largo plazo que debemos aprender a observar espiritualmente pues, por Ley de Polaridad, implica también que luego de esos eventos beneficiosos pueden aguardar momentos duros, completando así la Ley de Serialidad, todo lo cual quedará impreso en nuestro karma que, por Ley de Correspondencia, se modela según los eventos cotidianos de nuestra vida.

Así se conocen en orden descendente a los seraphim (“serafines”), cherubim (“querubines”), aralim (“tronos”), haschmalim (“dominaciones”), tharschisim (“potencias”), malakim (“virtudes”), clobim (“principados”), beni-elohim (“arcángeles”), aischim (“ángeles”). La palabra latina “virtus” significa exactamente “fuerza moral” (en oposición a “fuerza material”); evoca una idea de influencia y efecto (en castellano empleamos la expresión “en virtud de” para decir “en razón de”) con lo cual referimos, otra vez, a una “inteligencia”.

Un mensajero siempre es sólo instrumento de un príncipe (y la palabra “príncipe” tenía cierto valor espiritual muchos siglos antes que se usara políticamente; de hecho, se “copió” una expresión de significancia entre los sacerdotes para sugerir un poder superior en manos de autoridades terrenales) pero el poder material del principado siempre estará subordinado a la inteligencia (virtud) con que se lo emplea pues, de lo contrario, sólo se es dictador, y el dueño del poder termina siendo esclavo de su propia violencia.

Empero, sólo la potencia del ideal supera a la inteligencia, y las condiciones previas, aglutinadas, dan la verdadera dominación que permite alcanzar al trono, siendo todo trono un emplazamiento de autoridad máxima, sólo supeditada a Dios, quien se expresa a través de sus canales comunicantes directos (por eso se dibujaba ingenuamente a querubines y serafines provistos de trompetas que anuncian la “gloria de Dios”).

fuente: esquinamagica.com

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