Será porque existe la maldición del anfitrión o será porque, entre reveses y decepciones, el Real Madrid ha crecido mucho y había elegido la mejor ocasión para demostrarlo. Parecía imposible robarle el fuego a este Barcelona en el cubil del Sant Jordi y el Real Madrid lo hizo con una fe tozuda blindada y la tozudez categórica de los equipos buenos. Buenos y, aunque de repente como en este caso, cuajados. Lo hizo en una masacre, con una exhibición que amasará consecuencias psicológicas y que quizá cambie la mano en la partida de cartas que año tras año juegan Barcelona y Real Madrid. El equipo blanco recupera la Copa casi dos décadas después y se da un festín improbable pero extraordinario que le relanza. Llegó a Barcelona entre turbulencias, sufrió en cuartos y regateó en semifinales. Pero en la final fue un equipo perfecto, una máquina brutalmente competitiva y brutalmente hermosa, capaz de volar y de sangrar, de sudar y sufrir y de acabar disfrutando, con el partido roto en un último cuarto de un único color: el blanco.
El Barcelona probó la medicina que en los últimos años ha aplicado al Real Madrid y a casi todos sus rivales. Se sintió siempre inferior (lo fue), lo probó todo y no encontró ninguna manera, ninguna esperanza. No tuvo ninguna ventaja en el marcador y no encontró más luz que una reacción rabiosa en el tercer cuarto, un trance extraordinario y épico del que nació un carácter que hasta ahora no le conocíamos a este Real Madrid. De 35-46 a 51-52 en los únicos minutos brillantes de Navarro y Lorbek. Ahí, con la grada rugiendo y la defensa del Barcelona echando humo, apareció un triple de Llull, otro de Mirotic, seis puntos seguidos de Carroll... El Barcelona remontó el partido y lo volvió a perder casi sin saber cómo. Y ya no volvió. Con Eidson lesionado, Mickeal robótico, y un naufragio absoluto de Huertas, Wallace, Ingles, Rabaseda... de demasiados jugadores. El Barcelona no fue el Barcelona. Ni tuvo su día ni, sobre todo, le dejó serlo el Real Madrid. De que lo intentó da fe la energía eterna de Ndong (19 puntos, 11 rebotes). Pero perdió con una sonoridad estruendosa reflejada en los 91 puntos que encajó. Un número impropio, en teoría imposible.
Pero no en la práctica. La defensa del Barcelona, la mejor de Europa, fue mantequilla, arcilla en manos de un Real Madrid que fue al volante durante todo el partido. Y antes: Laso aplanó a un Pascual que se perdió en la primera parte en rotaciones que nunca favorecieron a su equipo. El Real Madrid defendió como nunca, inclinó la batalla física y encontró siempre formas de anotar. Fue más duro (sorpresa) e igualó la pelea que se disputó por encima del aro (sorpresa aún mayor). Con eso ganó medio partido, el otro medio con los miles de caminos que descubrió para llegar a la canasta rival; Primero en la zona, después en el exterior. Por calidad o por constancia, por puro talento. De la naturaleza extraña y brutal que enseñó en el Sant Jordi habla que ni ganó el rebote ni pudo correr hasta el último cuarto. Sus armas habituales sustituidas por concentración, energía física, constante body check y aprovechamiento de cada emparejamiento. Hacer a Navarro más daño del que él te hacía, hacer a Mickeal más daño del que él te hacía, hacer a Lorber más daño del que él te hacía...
Llull y Carroll, ejecutores
Llull, de progresión cuestionada desde los experimientos de Messina, firmó el partido de su vida: 10 puntos en el primer cuarto y dos triples que drenaron psicológicamente al Barcelona sobre la bocina de los cuartos segundo y tercero. 5/7 en total en tiros de tres, 23 puntos, 5 asistencias, una lectura inaudita del juego en estático, 25 de valoración y un control absoluto de lo que sucedió en pista. Playmaker y killer, demostró que el Real Madrid estaba perfectamente preparado y Carroll que, además, estaba bendecido. El americano dio un recital para el recuerdo en un segundo tiempo en el que anotó sus 22 puntos, clavos en el ataúd del Barcelona cada vez que éste intentaba levantarse y brochazos de oro en el último cuarto con el partido ya muerto (56-73 en el minuto 32 y tras ocho puntos seguidos del escolta).
La magnitud y las formas de la victoria empieza pero desde luego no termina en Llull y Carroll. El partido reivindicó a Suárez como alero integral o a Begic y Pocius como especialistas. El Real Madrid fue un bloque en plena sinfonía, sin rastro de agotamiento físico y sin un ápice de miedo cuando el Barcelona apretó. Lo hizo, mucho: el segundo cuarto fue una batalla física y sudada, el tercero un hermoso drama en la que cada canasta parecía marcar un cambio de rumbo, cada defensa parecía valer medio título. A todo sobrevivió el Real Madrid, por fin imperial y rotundo, por fin campeón otra vez. Diecinueve años después, con plena justicia y en su mejor partido, sin duda el más importante, de los últimos años. Es rey de la Copa, por fin y otra vez, y su futuro tal vez haya comenzado a reescribirse en el Palau Sant Jordi. O esa sensación pareció navegar en los surcos de una final de Copa, otra, para el recuerdo.
AS.com