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Chincheta Autor Tema: Marte abierto en canal  (Leído 2313 veces)

20/07/2008, 08:34 -

Marte abierto en canal

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Marte abierto en canal
Se cumplen 100 años de la publicación del libro ‘Marte como morada de la vida’, de Percival Lowell, el científico amateur que se convirtió en el hombre que inventó los marcianos
 
Todo el que haya curioseado en las pequeñas odiseas de las sondas marcianas habrá sentido cierta impotencia ante algunos obstáculos técnicos que se hubieran resuelto, literalmente, de un manotazo: paneles solares que se cubren de polvo, un ruedín de bicicleta encallado en la arena, un protector de plástico que se queda enganchado o pegotes de tierra que saturan un tamiz. Pero como hoy sabe todo alumno de primaria, un manotazo en Marte aún es ciencia-ficción; no hay nadie allí para echar una mano y los robots deben llevar incorporado su propio servicio técnico. Sin embargo, para alcanzar lo que ahora resulta tan obvio fue necesario recorrer una travesía donde la frontera entre ciencia y mito era difusa; borrar la imagen del hombrecillo verde del imaginario popular ha sido un proceloso torneo que no se libró en programas de madrugada o en tabloides, sino en las páginas de medios tan libres de sospecha como la revista científica Nature o el diario The New York Times.

Hace cien años, el debate sobre los vecinos marcianos llegó a su cénit gracias a la obra de un personaje extravagante, el millonario y astrónomo estadounidense Percival Lowell. En 1908, la editorial neoyorquina MacMillan publicaba Mars as the abode of life (Marte como morada de la vida), un ensayo de casi 300 páginas en el que Lowell legaba a la posteridad la antología definitiva de su gran aportación a la ciencia: el descubrimiento de una compleja red de canales artificiales en Marte, construidos por una civilización inteligente como último intento desesperado por sobrevivir en un planeta que agonizaba por deshidratación: “Que Marte está habitado es tan cierto como incierto es qué clase de habitantes pueden ser”, escribió.

El Carl Sagan de su época

El perfil de Percival Lowell (Boston, 1855 - Arizona, 1916) resultaría hoy cercano al de ciertos gurús de la divulgación, cuya personalidad escapa por el dobladillo del cuello duro académico hacia el territorio del morbo y la popularidad. El actual director del observatorio que Lowell fundó, Robert Millis, describe al personaje como “el Carl Sagan de su época”. Criado en el aristocrático barrio bostoniano de Beacon Hill, la tradición familiar le obligaba a una vida cómoda dedicada a engordar su fortuna y gastarla, previo paso por el templo de Harvard, donde destacó como matemático brillante. Pero ni sus estudios, ni el negocio textil familiar, ni su afición por los clásicos, ni sus partidos de polo, ni sus devaneos con la alta sociedad europea, fueron suficientes para agotar la curiosidad del soltero vividor. En 1882 Lowell asistió a una conferencia sobre Japón. Los relatos de aquel mundo oclusivo le cautivaron de tal modo que decidió trasladarse al lejano oriente. Los tres libros que publicó sobre aquella región serían la inspiración de cabecera de Lafcadio Hearn, el autor que descubrió la cultura japonesa para Occidente.

La pasión de Lowell por Asia decayó con el ritmo justo para que una nueva y excitante vía se abriera a su inquietud. Sus observaciones infantiles con un telescopio encontraron abono para la imaginación en los escritos de dos astrónomos, el francés Camille Flammarion y el italiano Giovanni Schiaparelli. El primero había especulado sobre la existencia de seres inteligentes en Marte. Por su parte, Schiaparelli fue el daltónico con el ojo más fino en la observación planetaria. El italiano convulsionó la astronomía en 1877 al describir y nombrar la geografía marciana incluyendo un tipo de accidente geográfico muy singular: canali (canales). Algunas crónicas atribuyen la brutal onda expansiva de este anuncio a una confusión semántica; en lugar del más adecuado channels, la errónea traducción al inglés como canals sugería un origen artificial. En italiano, como en español, no existe ese matiz.

Fascinado por el hallazgo de Schiaparelli, Lowell demostró que era único para volcarse en sus objetivos. En 1894 fundó su propio observatorio en la ciudad de Flagstaff (Arizona), un remoto secarral en el Far West. La elección del lugar se basó en el rastreo en busca de los mejores cielos a cargo de un astrónomo colaborador llamado Douglass. Años después, éste admitiría que, de paso, Flagstaff poseía los mejores saloons de todas las localidades que había visitado. Así, gracias al gremio hostelero, Lowell encontró donde clavar su telescopio para entregarse a su misión en la vida: Marte.

El interés por la chispa rojiza en el cielo nocturno no era novedoso, como tampoco la idea de que allí habitaban seres en condiciones parecidas a las terrestres. El descubrimiento de sus casquetes polares que crecían y menguaban con las estaciones, su periodo orbital y su eje inclinado; todo ello había empujado a William Herschel a escribir, a finales del siglo XVIII: “Sus habitantes probablemente disfrutan de una situación similar a la nuestra”. La cercanía del vecino desconocido fue desde antiguo un cebo apetitoso para los observadores del cielo. El astrónomo y psiquiatra William Sheehan, estudioso de la figura de Lowell, lo describe con lucidez: “Marte no es sólo un lugar geográfico, sino una provincia de la mente”.

Así, el viajero devenido en astrónomo se sumó con entusiasmo al escrutinio de los canales marcianos, ampliando los 113 descritos por Schiaparelli a 437 y postulando su origen artificial, algo que el italiano nunca se molestó en rebatir. El tercero de los libros de Lowell sobre Marte, que este año cumple su centenario, sostenía la tesis de que el planeta vecino “respecto a la Tierra, ocupa una posición de profeta. Además de iluminar nuestro pasado, está vaticinando nuestro futuro”. Lejos de tratarse de la chaladura de un embaucador, y aunque la historia no ha concedido a Lowell los honores formales de científico serio, su trabajo es un análisis sistemático y concienzudo que compara ambos planetas para extrapolar conclusiones geológicas, físicas, químicas y biológicas. Como conclusión, razona Lowell, la trama de canales servía a los marcianos para bombear el agua almacenada en los polos hacia los desiertos de un mundo que se moría de sed, destino que la Tierra acabaría compartiendo por una creciente desertización.

Invasión marciana

Las proclamas de Lowell encontraron reacciones enfrentadas, pero es indudable que se metió en el bolsillo tanto a un gran sector de la comunidad científica como, sobre todo, a la opinión pública. El principal rotativo neoyorquino daba cuenta de la adhesión de la mayoría de los astrónomos británicos a la teoría de los canales, y en las páginas de Nature se discutía la precisión de las observaciones. El autor de la idea disfrutaba de su éxito y refutaba a sus contrincantes con hábiles quiebros: si se objetaba la posible visibilidad de acequias a tanta distancia, replicaba que eran las franjas de vegetación adyacentes, lo que resaltaba sobre el fondo oxidado y yermo. Si alguien confesaba que no veía canales, Lowell le recomendaba con respeto que no tratara de presentar enmiendas al ojo finísimo de Schiaparelli y al sofisticado telescopio de Flagstaff.

Tan electrizantes fueron las conclusiones de Lowell que detonaron toda una corriente de admiración y temor hacia aquellos marcianos superiores y moribundos, que volvían sus ojos codiciosos hacia la fresca y verde Tierra. Secuelas literarias de los canales lowellianos fueron las Crónicas Marcianas de Bradbury, la saga de pulp espacial del autor de Tarzán, Edgar Rice Burroughs, y una buena cuota de la ciencia ficción moderna. Incluso en La guerra de los mundos, coetánea de Lowell, Herbert George Wells sintonizaba con el astrónomo, sin mencionarlo a él, pero sí a su precursor: “Hombres como Schiaparelli observaron el planeta rojo [...] pero fracasaron al interpretar las fluctuaciones de las marcas que trazaron sobre el mapa. Durante todo ese tiempo, los marcianos debieron estar preparándose”. Cuando en la noche de Halloween de 1938 Orson Welles convirtió el mito popular en el terror desatado de una invasión real, Lowell llevaba 22 años muerto de un derrame cerebral, pero sus canales seguían grabados enla mente del público.

Más que una ilusión óptica

Claro está que nunca hubo canales. Hoy cuesta entender cómo tantos creyeron en algo que, sencillamente, no existía. Hay quien sugiere que la vista tiende a unir puntos aislados y próximos con una línea recta. Pero frente a la ilusión óptica, parece más plausible creer que varias generaciones encontraron lo que buscaban en esa provincia ignorada y fascinante de su mente, tras las espuelas de uno de los mayores domadores de ilusiones en la historia de la ciencia. Lo más chocante es que, para convencer a los demás, Lowell tuvo antes que convencerse a sí mismo. Poco después de instalar su observatorio y tras intensas sesiones de esfuerzo visual, escribió: “Con la mejor voluntad del mundo, no veo canales”.

A partir de la década de 1950, la carrera espacial trajo el conocimiento. Carl Sagan y otros desmontaron la red hidráulica lowelliana al demostrar que los retazos de tonos cambiantes en el rostro marciano no son parches de vegetación, sino tormentas de polvo. En Marte no había canales, ni rastro alguno de vida inteligente. En Marte no había agua líquida. El planeta rojo dejó de ser la herida sangrante de la noche, el símbolo ocre de la guerra y la amenaza alienígena, para convertirse en un aséptico espécimen bajo el microscopio. Tan doméstico resultaba el Marte post-lowelliano que los científicos, entre ellos el propio Sagan, propusieron su terraformación, su modificación artificial para replicar las condiciones terrestres y fundar lo que hoy seguramente llamarían una Tierra 2.0. En su célebre obra Cosmos, Sagan sugería la solución para abastecer de agua a los colonos: “Construiríamos canales”.

En 2004, el rover Opportunity confirmó que la topografía marciana conserva las huellas de una abundante erosión acuática: Marte fue húmedo y cálido. Alguien dejó en el mausoleo de Lowell una copa de champán junto a una cita de Eurípides: “Muy lejos, escondidos de la luz del día, hay observadores en el cielo”. Si la Phoenix, actualmente en Marte, logra por fin probar el hielo, tal vez alguien debería invitar a Lowell a un sorbete de champán.

 

El otro gran error de Lowell: la búsqueda del ficticio ‘Planeta X’
Cuando se empezó a sospechar que los canales marcianos eran sólo fantasía, Lowell se volcó en otra tarea que le iba a consumir: la búsqueda del ‘Planeta X’. Éste fue el nombre que dio a un presunto noveno cuerpo del Sistema Solar que debía explicar las anomalías orbitales de Urano y Neptuno, del mismo modo que el hallazgo del segundo había justificado antes las del primero. El nuevo fracaso deterioró la salud de Lowell hasta su muerte en 1916. Sin embargo, 14 años después, un aprendiz del observatorio llamado Clyde Tombaugh descubrió Plutón en el lugar que había predicho Lowell. Parecía que, por fin, la figura del astrónomo quedaba resarcida. Pero no fue así: estudios posteriores demostraron que Plutón era demasiado pequeño para explicar la anomalía. En 1993, ésta desapareció al aplicar una corrección en la masa de Neptuno; el ‘Planeta X’ no existía.


fuente:elpublico

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