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Chincheta Autor Tema: Carlos Castañeda - Las Enseñanzas de Don Juan.  (Leído 1076 veces)

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INTRODUCCIÓN

DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.
Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted". Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y relajada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.
Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso insinuando que tal vez le conviniera platicar conmigo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.
Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.
Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a hablar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos amigos, y mi investigación científica fue relegada, o al menos re-encaminada por cauces que se hallaban mundos aparte de mi intención original.
El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.
Al principio vi a don Juan simplemente, como un hombre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún "saber secreto", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota esencialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.
Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprometerme a fondo, y que el proceso era largo y arduo.
Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra "diablero". Más tarde supe que ése es un término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la magia negra y puede transformarse en ani¬mal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura. En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia peculiar que ilustraba el sentir de los indios hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios, cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble del tamaño ordinario. Hablando excitada-mente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común, y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres conversaciones siguientes indican sus creencias al respecto.

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