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Chincheta Autor Tema: Escapadas desde Madrid  (Leído 8061 veces)

18/01/2009, 11:14 -

Escapadas desde Madrid

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Escapadas desde Madrid

El Monasterio del Escorial, Aranjuez y Chinchón, en una recorrida por las afueras de la capital española.

Juan Manuel Bordón.


Madrid no le es del todo fiel a la memoria, quizá por eso siempre vale otra vuelta. Entre quienes la conocieron durante el albor democrático de los 70 o durante su loca movida en los 80, no encaja del todo este ir y venir de jóvenes enconjuntados que parecen recién salidos de una vidriera, el crisol de etnias que se apiñan en cada boca de subte, esas miradas enfrascadas en coquetos anteojos de diseño que revisan las ofertas que les depara el invierno mientras recorren sus calles todavía decoradas con guardas luminosas y motivos navideños que firman Agatha Ruiz de La Prada y otros artistas de la pasarela. Pero esta Madrid posmoderna convive y se abre hacia otra que allá por el XVI fue el corazón de un Imperio donde "el sol no se ponía". Hasta que en 1561 Felipe II fijó su residencia aquí, el rey y su corte no habían tenido una sede fija (Toledo era la más habitual). Sin embargo, muy pronto el centro de la fiesta traspasó las fronteras de La Villa y los cortesanos madrileños buscaron en los prados y bosques de sus afueras un lugar para el recogimiento o la voluptuosidad de sus almas. De ahí que sea en estampas periféricas, lugares perfectos para una escapada, que se mantiene hasta hoy el reflejo de aquella ciudad imperial que atropelló el tiempo.



Monasterio de El Escorial



"Madrid está hueca por dentro", explica el chofer del autobús que abandona la ciudad de Madrid, con rumbo noroeste, hacia la Sierra de Guadarrama. Al parecer, el hombre se refiere a la proliferación de estacionamientos y a las nuevas líneas de subtes que hacen del submundo madrileño un hormiguero humano. Sin embargo, entre el vapor y la niebla de invierno, la frase tiene un lado enigmático. En efecto, aquí a cada paso emergen viejas historias, borbotean rústicos aromas y asoman los diferentes rostros de Madrid, la actual y la antigua.

El Monasterio de El Escorial, ubicado a 50 kilómetros al noroeste de Madrid, es el principal exponente arquitectónico de la Contrarreforma católica del siglo XVI. Felipe II lo mandó a construir con dos propósitos: conmemorar la victoria de San Quintín del 10 de agosto de 1557 -el día de San Lorenzo- sobre las tropas francesas y contar con un edificio donde guardar los restos mortales de los reyes de España, empezando por su padre, Carlos I (Carlos V de Alemania). La obra comenzó en 1563 de la mano de Bautista de Toledo, al que sucedería muy pronto su discípulo Juan de Herrera, que plasmó aquí el estilo que más tarde se conocería como herreriano: exteriores sobrios, hasta severos, para una puesta en escena afín al espíritu de la Contrarreforma que enarboló Felipe II durante su reinado. De camino hacia San Lorenzo de El Escorial, el poblado de unos 15 mil habitantes que rodea al monasterio, la autovía 6 pasa junto a la Puerta de Hierro, una de las cinco que tuvo la antigua Villa. Cerca de aquí pasó su exilio Juan Domingo Perón bajo el franquismo, con el peronismo proscrito.

Hace rato también ha quedado atrás el Palacio de la Moncloa, residencia oficial del presidente español, cuando aparece el lujoso barrio residencial de Las Rozas. Sobre las empalizadas que lo separan de la autopista asoman las enormes copas de los árboles y los tejados de sus impresionantes chalés. Ahora el arco que cubre la historia es breve, casi ridículo. Dicen que hasta el año pasado, ahí vivía el futbolista inglés David Beckham. El trecho perderá glamour, pero gana encanto. La carretera se vuelve algo más escarpada y aparecen los campos de bellotas destinados al engorde del cerdo. El aire refresca y por fin, a 1.050 metros sobre el nivel del mar, asoma la oscura silueta de piedra del Monasterio del Escorial. Alrededor suyo ha crecido un pueblo de una riqueza sobria, con impecables callejuelas llenas de luz y largas hileras de pinos que parecen una extensión natural -aunque más moderna- del monasterio del siglo XVI. Con 2.600 ventanas, 9 torres y hasta 88 fuentes, el monasterio fue la obra que soñó y ejecutó en 21 años (entre 1563-1584) Felipe II, uno de los reyes más poderosos que jamás tuvo España. El mismo supervisó su construcción desde el antiguo Alcázar de Madrid, aquí estableció su residencia de verano y aquí murió, en 1598. La Lonja, una plaza empedrada que está frente a la basílica, es el punto de partida ideal para la visita. En ese lateral del monasterio se encuentran cara a cara la naturaleza y la colosal obra del hombre. A un lado, se yergue la Sierra de Guadarrama, un cordón montañoso que se extiende hacia el oeste y que ahora coronan las primeras nevadas. Al otro lado de la Lonja, El Escorial planta su imponente perfil. La fría piedra que cubre sus paredes absorbe la luz del sol y muta, a lo largo del día, de un lánguido amarillo hacia el ámbar, del gris sepulcral a un rosa que la enciende antes del ocaso. Si el ojo se maravilla con esa visión exterior, el interior donde dominan los azulejos blancos y la decoración austera rebosa de aristas, pequeños detalles que desde cada estancia ofrecen un viaje a las facetas menos acartonadas del pasado. Ahí está el altar portátil que Carlos V cargó con él en sus interminables campañas o la silla en la que transportaban a su hijo, Felipe II, hasta El Escorial. Lo que hoy es un plácido paseo de media hora era entonces una odisea en la que habían de vadearse ríos y traspasarse bosques. Pese que pasó a la historia bien como un monstruo despótico, bien como un rey ejemplar y piadoso, la leyenda rosa insiste en el donjuanismo de Felipe II.

-Su vida fue un culebrón, ¡tuvo cuatro mujeres! -explica un guía.

-¿Todas al mismo tiempo? -pregunta una mujer, que tras la negativa algo perpleja del guía, no ve motivo para tanto revuelo.

Los muros de la Sala de batallas, una de las primeras estancias del recorrido, muestran los frescos de tres batallas históricas entre las que ocupa el centro el triunfo del propio Felipe, en San Quintín, frente a los franceses. En las salas capitulares y la sacristía se exhibe parte de la colección de arte del monarca. Cuadros como el San Pedro de El Greco o la Ultima Cena de Tiziano son sólo parte de un botín que envidiaría cualquier museo del mundo. A su vez, el monasterio cuenta con una biblioteca que es una de las principales reservas de incunables de España. Una antigua inscripción sobre el dintel advierte que "hay excomunión para quien robe un libro", así que están avisados. Como no puede ser de otra manera, el corazón de El Escorial es su basílica, donde se dice que alguna vez se albergaron reliquias -fémures, cráneos, etcétera- de casi todo el santoral católico. Su altar mayor fue envidiado por el propio Napoleón, que lo llegó a desmontar con la idea de trasladarlo a Francia. A contramano del resto del edificio, bajo el altar se encuentra el Panteón Real con sus curiosas licencias. Como si allí empezara lo celestial, el panteón que alberga los huesos de todos los reyes de España desde Carlos V es un espectáculo que celebra la suntuosidad de la muerte con féretros dorados, lámparas barrocas, mármoles y maderas multicolores. En algún rincón también se advierte una pizca de humor negro: la tumba de los infantes, por ejemplo, es una inmensa tarta de mármol blanco. Pese a lo extenso del recorrido, hay varias posibilidades para ampliar la visita con alguna "coda" amable. Puede ser un bocado en la terraza de alguno de los cafés del pueblo, con vistas a la sierra o los cultivos que tapizan el valle. También un paso por la Silla de Felipe, el mirador tallado en piedra desde el que Juan de Herrera contemplaba en panorámica su obra.

Para aquellos en los que el recorrido haya dejado una huella espiritual, siempre queda la opción de visitar lo que algunos llaman el fresno místico, el sitio donde dicen -y acá se esbozan varias sonrisas escépticas- que se aparece la Virgen del Escorial, destino de caravanas de fieles cada sábado.



Hacia Aranjuez



Se sabe que no es sencillo madru gar en España. El tapeo nocturno en cualquier mesón de Madrid, generosamente regado de tintos, ofrece un sin fin de entremeses que van de la clásica selección de embutidos y quesos ibéricos a salpicones con frutos de mar, rabas y licores que prometen una digestión milagrosa. Sin embargo, vale la pena el esfuerzo cuando se trata de una excursión hacia el sur de la Comunidad, donde la primera luz del día inunda los prados de la meseta castellana.



Por los jardines de Aranjuez



Unos 48 kilómetros al sur de la capital, desde la moderna autovía A-3, sale el desvío hacia Aranjuez, previo paso por Colmenar de Oreja. Allí el trayecto se ondula sobre los suaves montes coloreados por los cultivos de trigo, cebada y centeno, montes en los que echan raíces olivos y vides robustas. A la salida del pueblo, hacia el sudoeste, la carretera baja rápidamente hacia la vega del río Tajo, donde está el fastuoso Palacio de Aranjuez, un paraje dulce entre arroyos, bosques y jardines llenos de rarezas.

Aranjuez es de algún modo la contracara voluptuosa del Monasterio del Escorial. Como allí, el proyecto inicial fue de Felipe II, quien en 1561 mandó construir los jardines y un palacio de primavera en este vergel del río Tajo, que ya funcionaba como coto de caza y lugar de esparcimiento de la Corte desde la época de los Reyes Católicos.

Casi dos siglos llevó la construcción de sus estancias, y aun después continuaron los trabajos de decoración. El resultado es un colorido pastiche en el que junto a un trono del siglo XIX están los ejemplos más ostentosos del rococó, piezas de porcelana y cristales provenientes de las Reales Fábricas que fundó Carlos III en el siglo XVIII o dos pintorescos recintos temáticos: la Sala Arabe, dedicada a la degustación del tabaco, y la Sala de Palique, un reducto de cháchara cortesana decorada con motivos chinos entre los que destacan unos relieves de monos hechos en porcelana.

Pero más que el Palacio y su ornamentación, aquí lo que se lucen son sus jardines. Aún hoy, cuando los frondosos bosques que hacían de Aranjuez una excepcional reserva para la caza han ido desapareciendo, fuentes y flores de todas las latitudes convocan a diversas variedades de pájaros.

Pequeños senderos que bordean el Tajo, sauces que vuelcan sus melenas sobre el río y jardines geométricos entre los que destacan el del Parterre, el de la Isla y el del Príncipe son un auténtico festival para los sentidos, y no sólo para la vista.

De hecho, aquí nació una de las más geniales composiciones que ha dado la música española: la leyenda cuenta que el compositor Joaquín Rodrigo, ciego desde la infancia, se encontraba sentado en sus parques cuando la fragancia de las magnolias, el canto de los pájaros y el chorro de las fuentes le inspiraron la melodía que plasmó en su Concierto de Aranjuez (1939), banda sonora ideal para una despedida a tono con la calma de sus parques. Una composición que según el célebre trompetista norteamericano, Miles Davis, "suena más fuerte mientras más suave se toque".



Las callecitas de Chinchón



Decir que tiene personalidad no basta. Intenso como su anís, añejo como sus oscuros tejados, este pueblo que se sobrepuso a los castigos impuestos por Carlos I cuando las revueltas de los Comuneros, a incendios intencionados durante la Guerra de sucesión en 1706 o al asedio al que lo sometieron 40 mil soldados franceses durante la denominada "Guerra de la Independencia", sorprende nada más llegar con una publicidad descarnada hecha en témpera, sobre una chapa. El cartel de El figón de la Paca anuncia que la especialidad del mesón es el conejo al ajillo. Sin vueltas, la ilustración que lo acompaña muestra a una anciana con un cuchillo en una mano, un conejo degollado en la otra y el puñado de cabezas de ajo que completa el manjar junto al fogón.

A 50 kilómetros de Madrid, y apenas 19 kilómetros al nordeste de Aranjuez, Chinchón es un universo aparte, un enorme teatro que se abre en abanico desde su Plaza Mayor, el punto más bajo de la parte antigua del pueblo.

Fundado en el siglo XV, la buena fama de Chinchón tiene más de un motivo: desde los maravillosos balcones de madera que adornan su Plaza o las callecitas empedradas que trepan sin concierto desde allí, a productos emblemáticos como -adivinen- el Chinchón, un famoso anís que en su variante más seca tiene entre 70 y 74 por ciento de graduación alcohólica.

También, si se para la oreja, uno puede oir sobre el paso del cineasta Orson Welles, que filmó aquí su película Campanadas a medianoche, o recuperar las hazañas de Frascuelo, un mítico torero del siglo XIX que por poco no deja la vida en la arena de su Plaza Mayor, que cada año se engalana para recibir corridas y encierros taurinos.

No hay un circuito fijo para recorrer sus calles, y quizá por eso lo mejor sea perderse. Los bares que copan los alrededores de la plaza permiten fundirse en la estampa típica de este pueblo. En El parador de Chinchón, un antiguo convento reconvertido en hotel de lujo, pueden degustarse las bollerías típicas o un delicado menú basado en ingredientes de la zona. La Iglesia de la Piedad guarda celosa La asunción de la Virgen, cuadro de Francisco de Goya, mientras que en el Teatro Lope de Vega, un viejo telón muestra la planta del pueblo hace más de un siglo, casi igual a la de hoy. Así es Chinchón, un pueblo absurdo por momentos, donde -comentan socarronamente- "hay una iglesia sin torre y una torre sin iglesia".






« Última modificación: 18/01/2009, 11:18 por ganimedes »

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